FAMILIA PATERNA

De pequeño veraneaba en la aldea de mi padre, en el Lobio, Aríns, al lado de Santiago de Compostela, junto al Monte do Gozo el actual camino Jacobeo. La familia de mi padre era una de las propietarias cuando expropiaron el monte para celebrar los jubileos –años santos-, y cuando venía el Papa de visita. Fue una faena porque estuvimos más de diez años en pleitos en los juzgados. Finalmente pagaron. Pero realmente no sé si compensó la espera. A mi padre seguro que no, porque repartió la mitad del dinero entre los hijos, y con el resto compró una finca cerca de Betanzos, con un fin de semana –una pequeña casita-, que ni siquiera usa. Cuando lo que quería era haberla construido en el Monte del Gozo, donde estaban las tierras de sus ancestros.

Mi padre José viene de familia humilde de labradores, aunque la historia del apellido se remonta al siglo VIII, a los tiempos de los antiguos reyes de Asturias, cuando el que fundó la estirpe del apellido fue nombrado conde y se casó con una princesa francesa. De todos modos dudo mucho que la sangre de ese ancestro haya llegado a mi padre. Según un estudio americano, el 15% de las personas no son hijas de su padre. O sea, el 15% de las mujeres tienen hijos con otro hombre que no es su marido. En veinte generaciones, unos quinientos años, menos del 1% es descendiente de su apellido original. Si nos ponemos a una distancia temporal de más de mil años, como es el caso, la pertenencia al mismo linaje debe ser prácticamente nula, a menos que por una casualidad de una línea lateral se volviera a cruzar. Sólo si hubiese un control estricto, como en ciertas casas nobiliarias de la realeza, sería posible que perdurara la semilla del apellido. Y aun así lo veo complicado. Debería hacerse como en Portugal, que el apellido de la madre va delante de el del padre. U hoy en día, con los adelantos que hay, un test de paternidad a cada hijo nacido.